Resulta legítimo pensar que la esencia de la fotografía reside en los instan- tes decisivos; incluso, resulta exactamente igual pensar en ella como un cúmulo de instantes programados, pues lo que prima en el acto fotográfico es, sobre todo, la voluntad del ejercicio de fotografiar, porque éste es pro- ducto del deseo.
La fotografía no es un tiempo muerto, sino el continente de una historia que se dispara justo en el momento en que el fotógrafo la presenta. Una fotogra- fía únicamente contiene el punto medio que avisa de un pasado y nos conmi- na a un futuro; en este sentido, semeja un fotograma, un espacio donde se cita la especulación con base en la relación que mantienen el antes y el des- pués. De ahí el empeño de Adsuara por llamar microfilms a sus productos fotográficos, los cuales carecen de narrativa, pero forman parte de un relato que será inevitablemente críptico en la medida en que sólo sabremos de él su punto medio. Por ello, los fotogramas serán microfilms en tanto tomemos el todo por la parte.
Los microfilms serían relatos cuya significación se encontraría en el fuera de campo, sin embargo, contendrían a su vez sus propias claves interpretati- vas, puestas ahí por el autor en el acto fotográfico. Por otra parte, estas cla- ves serían más o menos abiertas en función de la cantidad de fotogramas necesarios para introducir el relato. Aquí, quizá resulte necesario aclarar un punto que no por paradójico deja de ser cierto: los relatos con dos o más fo- togramas impiden cerrar más la dirección interpretativa, pues la complican, la oscurecen, la enturbian. Así, a mayor información fotográfica -a mayor núme- ro de fotogramas-, mayor ambigüedad en el relato.
No es la luz de la naturaleza la que genera una imagen, sino la penumbra de la cultura la que genera un relato.